La destacada fotógrafa Julia Toro publica sus Diarios (Editorial Lumen, 2022), y a propósito de esa publicación compartimos de manera inédita el prólogo del libro, escrito por la escritora chilena Andrea Jeftanovic con quien Toro ha cultivado una colaboración artística y literaria hace más de una década. El volumen reúne los diarios que la fotógrafa -una de las fotógrafas más relevantes de Chile- escribió desde 1983 hasta el estallido social de 2019, y en ellos repasa los hitos de su vida y del ambiente artístico en los años ochenta, noventa y dos mil.

Por Andrea Jeftanovic

(Foto portada: Los Amantes)

odríamos decir que en el currículum de un artista están sus obras, sus logros alcanzados, sus evidentes éxitos. En los cuadernos, en cambio, encontramos sus vicisitudes y sus desengaños, sus ensayos y errores, sus procesos ocultos o aún abiertos. Se trata de una escritura hecha de capas geológicas en las que se sedimentan los recuerdos de infancia, el oficio, los eventos vitales, las exploraciones existenciales, las materialidades, los asuntos domésticos y los afectos. Así se van hilando pasajes, listas, oraciones. El presente volumen, acorde a ese espíritu, reúne la selección de los diarios de una de las fotógrafas más relevantes de Chile.

Julia Toro nació en Talca en 1933, hija de un padre odontólogo y una madre pianista. De niña se fue a vivir a Santiago con sus abuelos y se educó en un colegio inglés. Creció en un ambiente culto, formado por los primos del clan Donoso, entre los que se encontraba el escritor José Donoso. Siguiendo lo habitual en las mujeres de su época, contrae matrimonio con su primer novio, Patrick Garreaud, con quien tuvo tres hijos: Patrick, Julia y Bernardita. Más adelante se divorcia, rompiendo las convenciones, y se empareja con el fotógrafo Jaime Goycolea. De esa relación nacerá su hijo Mateo.

En cuanto a su formación, se inició en el dibujo y la pintura con artistas como Adolfo Couve, Thomas Daskam y Carmen Silva, hasta que en la adultez descubrió la fotografía. Su particular encuadre y sentido de la composición hicieron de su trabajo una obra singular y valorada, retratando a niños, parejas, monjas, bares, barrios y objetos cotidianos. Habría que considerar la pulsión narrativa que emerge de sus imágenes, aquello que la lleva a trabajar cierto «relato condensado», como ella misma ha sugerido en varias ocasiones.

En su trayectoria como fotógrafa se aprecian diversas líneas de exploración que perfilan una poética visual, y que le ha valido el reconocimiento nacional e internacional. Es autora de los retratos más destacados del movimiento artístico de los años ochenta, en plena dictadura militar, con capturas memorables de performances de los grupos de vanguardia —en las que participaron artistas como Carlos Leppe y Juan Domingo Dávila, Las Yeguas del Apocalipsis, Vicente Ruiz, entre otros—, o de las reuniones y lecturas de escritores emblemáticos, como Martín Cerda, Diamela Eltit y Raúl Zurita. Ella fue un ojo testigo de la resistencia política-cultural que intentó inmortalizar los instantes de efervescencia clandestina. Como indica la crítica Elisa Cárdenas, las imágenes producidas por la autora en esa época «están en una especie de inconsciente fotográfico del Chile de las últimas tres o cuatro décadas».

Por otra parte, en su obra encontramos imágenes del paisaje urbano, como sus fotografías del barrio Concha y Toro y sus calles de adoquines, las vitrinas de comercios austeros y las tiendas de oficios tradicionales como peluqueros y zapateros. Se suman también las calles arboladas de la comuna de Nuñoa, la zona aledaña al Parque Forestal o los jardines en El Arrayán.

Asimismo, ha explorado la intimidad cotidiana registrando escenas familiares que destacan por su naturalidad. Sus hijos y nietos han protagonizado sutiles momentos, como el primer día de escuela, el rito del almuerzo, el relajo de las vacaciones y la belleza de la juventud. En este contexto, Julia Toro ha hablado de «la invención de lo cotidiano», tomando el concepto del ensayo homónimo del filósofo francés Michel De Certeau como arte poética: «Lo mío sería la retención de lo cotidiano, la necesidad de captar la vida que pasa tan rápido. Desde el descubrimiento del rectángulo del visor, con el que podía seleccionar las imágenes que sentía tan bellas. (…) Y de ahí en adelante la vida era tan hermosa como dolorosa. Lo cotidiano, lo más cercano, el crecimiento del hijo, las cocinas, las ollas, el patio de las casas donde viví, las casas antiguas en barrios modestos», escribe en este libro. De algún modo, construye el tradicional álbum familiar, ese viaje a través de los eventos significativos, como una puesta en escena prodigiosa de esta pequeña comunidad, captando sus gestos y haciéndolos únicos e irrepetibles.

La artista ha comentado que más que planificar sus tomas se deja llevar por la intuición y el azar, reconociendo los instantes áureos y apretando el disparador en el momento preciso. En ese sentido, declara que «el ángel fotográfico» la acompaña siempre. En una conversación que tuve recientemente con ella me explica: «Me ha tocado tener la gracia de que pase cualquier cosa inusitada y yo tener la cámara colgando, y ser rápida. Creo que eso es un poco ser fotógrafo. La ilusión de que lo que estás viendo no alcanza y no logras hacer todo el propósito, solo disparas y es placer». Así, su intuición y sentido de composición operan de manera ágil para registrar la fotografía.

Mención aparte merece su trabajo sobre el erotismo, con fotografías de alta sensualidad y atrevimiento. Cuerpos trenzados en un baile lujurioso, poses audaces que exudan seducción y goce. En esas imágenes subyace una pregunta: ¿Dónde está la fotógrafa? Es tal la desinhibición de sus protagonistas que se sospecha si la imagen fue programada o la artista fue una espía clandestina. Y ese es el encanto de su sello, pues la intimidad es genuina y no impostada.

De algún modo, sus fotografías logran la cuarta pared, ese efecto propio del teatro en el que se acuerda una frontera invisible. La cuarta pared es un pacto entre los actores y espectadores para creer que lo que ocurre sobre las tablas es real. De este modo la artista, así como el director de teatro, preparan el setting y guían las interpretaciones, para luego retirarse y dejar que transcurra la ilusión. En este caso no hay actores que ensayan una puesta en escena, sino personas comunes y corrientes que permiten que su intimidad sea exhibida.

No deja de ser inquietante que la fotógrafa detrás de la mirilla sea una mujer. Estamos acostumbrados a que el ojo «macho» registre la desnudez, el deseo, la provocación o lo obsceno. Aquí es la artista quien se pone en el lugar del que mira, del voyeur que escribe entre líneas —deberíamos decir «entre-imágenes»— el guion de un cuadro lascivo, pero lejos de la pornografía de consumo, instaurando una erótica con perspectiva femenina. La audacia de Toro es, además, la de ser una de las pocas fotógrafas que ha trabajado el desnudo masculino con láminas que incluyen torsos, genitales y nalgas en primer plano.

Sus retratados son mujeres y hombres de diversas edades y cuerpos imperfectos, que realizan actos diarios como descansar, vestirse, mirarse en el espejo, maquillarse y seducir. Destaca, por ejemplo, una coreografía de dos amantes en ropa interior, una pareja que se enjabona en la tina o dos jóvenes que se dejan llevar por la excitación en medio de una escalera. El amor y el deseo son una máquina ficcional y, en un punto, estas fotografías nos sugieren un relato acerca del flujo de las pulsiones y recorren esa curva ascendente del deseo antes de la consumación.

También hay espacio para el autoerotismo. Mujeres que observan sus cuerpos desnudos, exhibiendo sus carnes y sin disimular sus ojos complacientes. La artista, con su mirada sensible, pone en escena estos desnudos sin develar más allá de lo necesario, respetando las zonas misteriosas, ese lugar entre lo sagrado y lo abyecto, transmitiendo amor y consideración por los cuerpos. En ellos hay atisbos de la vida carnal de la generación que osciló entre el fragor político de los sesenta y la Unidad Popular, el jipismo y la represión de la dictadura.

Quizás, a modo de contrapunto con lo anterior, se encuentra su proyecto de fotografías de monjas de claustro. Las tomas de esta colección registran sus existencias etéreas entre la tela de sus hábitos, caminando por largos pasillos y vergeles, como si recorrieran los senderos de un jardín que se bifurca.

En cuanto a su exhibición, su trabajo ha recorrido distintos espacios, con más de quince muestras individuales, entre las que destacan «Hombres», «Erótica» y «Erótica II» en la Factoría Santa Rosa, «Hombres x Julia Toro» en la Corporación Cultural de Las Condes, «Performance» en la Biblioteca GAM, «Estética de la nada» en la Galería Ekho, y la extraordinaria muestra retrospectiva «Desde la mirada al encuadre» en el Museo de Arte Contemporáneo, bajo la curatoría de Francisco Brugnoli.

Ha obtenido numerosos reconocimientos y becas, entre los que cuentan varios fondos del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, y el Premio Bank of America 2020. En el exterior, su trabajo ha formado parte de ferias y galerías en Buenos Aires, Berlín, Miami, Nueva York, Madrid y Estocolmo, entre otras ciudades.

Además, ha publicado parte de su trabajo en los libros Amor x Chile (Editorial Ocho Libros, 2011), acompañada por ensayos de destacados críticos y artistas; y los foto-libros Hijos (La Visita, 2017) y Valparaíso (FIFV Ediciones, 2020).

Fuente: mujeresbacanas.com

La escribidora de cuadernos

Su talento inquieto no se detiene. A su trayectoria en fotografía se suma esta aventura literaria. De modo reservado, la artista viene urdiendo cuadernos desde la adolescencia, aunque en este volumen se incluye el período desde 1983 hasta 2019. En ese arco de treinta y seis años Julia Toro vive en muchas casas y ciudades y, de alguna forma, estos cuadernos son su único espacio fijo de residencia.

En los 43 volúmenes hilvana con sutileza recuerdos de infancia, su dimensión espiritual, la esfera amorosa, los hijos, el oficio y los avatares de la vida artística, sus lecturas, el paso del tiempo, los duelos, los malestares físicos y el tránsito a la vejez. Cada tanto estas experiencias personales entran en conjunción con eventos nacionales: la llegada de Salvador Allende al poder, la violenta dictadura militar, la transición a la democracia, las elecciones presidenciales de turno y las primeras escenas del estallido social de 2019.

La editora de este libro, Paz Balmaceda, ha propuesto con riesgo y lucidez un ensamblaje rizomático para urdir los pasajes seleccionados de estos diarios. En este sentido, el lector deberá entregarse a un ritmo, a un latido, a una sensibilidad, a un mantra, en el que se nos propone un mapa de navegación interna. Así, accedemos a las pistas de la persona que está detrás de la cámara, que ha vivido intensamente y que se ha consagrado al arte sin restricciones. La que registra a otros y encuadra, y que nos permite, en esta ocasión, observarla desde el zoom de la privacidad.

Los primeros cuadernos son de formato escolar, de tamaño reducido y tapas blandas. El primer registro al que tenemos acceso corresponde a 1983, cuando se muda al Valle del Elqui junto a su pareja, el fotógrafo Jaime Goycolea, y su hijo Mateo, de diez años. En pequeñas cartillas marca Austral, entre líneas de composición o cuadrículas de matemáticas, Julia comienza a rastrear esa vida que pasa entre la quietud de lo rural, la incipiente crisis de pareja y la precariedad económica. La autora cuenta que partió usando los cuadernos fiscales de su hijo porque era lo que tenía a mano y, de este modo, nadie podía advertir su práctica íntima. Desde entonces no se cansó de recopilar, por las noches, materiales disímiles y al mismo tiempo significativos.

Habría que mencionar que son cuadernos con letra manuscrita, redondeada, con lápiz de pasta o a tinta, donde se intercalan dibujos, retratos de conocidos o de artistas que admira. En un momento de los Diarios la autora sostiene: «Hay que faltarle el respeto al cuaderno, escribir lo que se antoje, dibujar, divagar». Junto a esa libertad, es sorprendente la metamorfosis o expansión que se da en este proceso escritural, desde la sensación de paralización de las primeras entradas, donde dice «se me olvidó dibujar. Tampoco sé escribir. Mis habilidades están puestas en otros servicios», a la evidente conquista de nuevos saberes, definiciones, autoconocimiento y seguridad. A medida que avanzamos en el tiempo somos testigos del despliegue, madurez y empoderamiento de esta polifacética artista.

La primera etapa de estos cuadernos se ve dominada por el estado de enamoramiento y su consiguiente ruptura, donde pareciera que se intenta encontrar refugio en medio de la ruptura y las emociones asociadas con el dolor, los celos, la confusión. Tras estas temporadas acontecen otras formas de vivir la seducción y la pasión.

En una segunda etapa, cuyo hito lo constituye la entrada a una edad mayor, la escritura adquiere nuevos sentidos: «Hace un año, en esta misma fecha, empecé un cuaderno para hacer ejercicios de memoria, empezando por la noche, pasando por el día, hasta llegar a la hora en que me despierto. Ya no soy tan fiel a esa forma, se ha regulado con una descripción de mis estados internos como para descargar mis energías negativas, como una especie de limpieza, un vaciamiento para dormirme sin carga».

Así, el registro en Julia Toro a veces ocupa el espacio de descarga emocional e intelectual, un alter ego en el papel que la confronta con sus anhelos y recriminaciones. Allí escribe y tacha, avanza y retrocede. Se permite el balbuceo, la divagación, se identifican nudos y se prueban ideas. Las escenas fragmentadas de los cuadernos abren ese misterioso lugar en el que se cruza la vida pública y la intimidad, el inconsciente y la vigilia. En otras ocasiones, los diarios funcionan como una sala de ensayo, donde se conjetura un nuevo proyecto fotográfico o se planifican imágenes que se trasladarán a piedras o lienzos. Todo cabe en sus páginas: pensamientos fugaces, citas de autores, proyectos por realizar, frases escuchadas al pasar, confesiones amorosas, duelos, separaciones, muertes, paseos, reuniones con amigos, asuntos domésticos e inventarios personales.

Al mismo tiempo, su práctica escritural, ya conocida por sus cercanos, la lleva a recibir de regalos hermosos cuadernos de distintos puntos del planeta. Cubiertas de terciopelo, logos de museos de arte, hojas suaves, ribetes de seda, donde quedarán selladas décadas completas.

En tanto lectores, estos diarios motivan a convertirnos en Ariadna en el laberinto del Minotauro e invitan a tomar múltiples hebras de esta madeja para practicar algunas de las rutas. Se trata de una lectura que, confieso, se cruza con nuestra amistad. También leo estas líneas desde la colaboración artística que mantenemos hace más de una década, tanto en catálogos como en conversatorios, talleres, portadas de libros y retratos. Para mi sorpresa, este libro me ha permitido conocer pliegues insospechados y volverme su lectora. Esta vez soy yo quien enfoca y dispara capturas.

Quisiera organizar estas impresiones identificando «hebras», mientras jalo el hilo de Ariadna para que el lector entre al laberinto de los cuadernos como un Teseo, y pueda ser guiado y retornar para tomar otros recorridos.

La hebra afectiva

Una de las hebras fundamentales que se va urdiendo en estas páginas es la que corresponde a la dimensión afectiva y familiar. Julia Toro se convierte en fotógrafa a propósito de su relación amorosa con el fotógrafo Jaime Goycolea, por lo que, en su experiencia, oficio y amor quedan anudados desde un principio y para siempre. Además, serán sus hijos los que darán vida a sus primeras fotografías. La maternidad y la intimidad serán para ella un disparador de imágenes. Su primera fotografía es la imagen del cuerpo embarazado de su hija Julia. Más adelante, destacará su exposición «Niño chileno», donde intentará atrapar el vaivén de crecimiento de su hijo Mateo, en una secuencia que se inicia con imágenes del nacimiento el 12 de septiembre de 1973 y que termina diecisiete años después, con los primeros besos del adolescente y el fin de la dictadura militar. Quizá sea uno de los homenajes más sutiles al triunfo del No y la transición a la democracia.

Tras el primer matrimonio Julia Toro se permite una segunda vida, con todos los costos que implicaban para una mujer de clase acomodada en los años setenta en Chile. Allí comienza una vida de bohemia, llena de plenitud y riesgos. A esto se sumará, más adelante, la segunda separación, con sus idas y vueltas ambivalentes y sus consiguientes celos y desencuentros. Pareciera que en tales circunstancias los cuadernos hacen de terapia respecto al duelo amoroso. Después habrá otras experiencias, con hombres más jóvenes, con lazos más libres.

A lo largo del libro se distinguen distintos espacios habitados, casas como la del barrio Concha y Toro, la de Valle del Elqui, la del clan Donoso en Providencia, la pieza en Esmeralda, el departamento en Bilbao y la actual residencia en Pedro de Valdivia. Quizás conviene detenerse en la casa de la calle Moneda, frente al Instituto Chileno Norteamericano, en la que se reunía la bohemia de fines de los años ochenta e inicio de los noventa. Hasta allí llegaron filósofos, pintores, poetas. Sobre este espacio la artista recuerda: «Fue una casa tan hermosa, con una cocina increíble. Ahí hice el trabajo con Willy Thayer, que es un texto que ahora se estudia. Él iba para allá y en la cocina trabajábamos. Era una casa tan entretenida». Hoy esa morada tiene algo de mito urbano entre artistas, por haber sido sede de memorables reuniones, estadías y fiestas.

Más adelante, hay un período que llama «exilio», aquellos meses en los que estuvo sin techo y deambuló por distintas casas prestadas o piezas de alquiler y donde el tránsito fue lo habitual. Pero también en esta etapa llevó a cabo viajes al exterior. Quizás el más importante fue el que hizo a Nueva York, gracias a una invitación de su hijo Patrick, residente en Estados Unidos, donde conoció a otros artistas y visitó exposiciones. Allí permaneció seis estimulantes meses.

De fondo siempre está la precariedad económica, la inestabilidad laboral, los continuos cambios de dirección y la angustia por la escasez junto a pequeñas bonanzas, becas episódicas o ventas de fotografías. En contraparte, la vida social ilumina estas páginas. Es común hallar encuentros con su círculo de amigos y colaboradores más cercano, con quienes entabla largas conversaciones o paseos.

Hacia los dos mil su escritura reflejará la serenidad de la edad mayor y su sabiduría. La vejez de pronto se asienta, y se produce una meseta o planicie frente al movimiento tectónico de los años previos. Julia dice: «Tengo ansias de estar sola y en silencio». También aparece el miedo a cierto abismo, al cambio de piel, a la angustia, al tedio o a la frustración.

En este período hay un incidente que será un parteaguas, y es la enfermedad y muerte de su hija Julia, en abril de 2014. Con ella compartió una enorme complicidad artística y su fallecimiento implicó el aprendizaje espiritual de acompañar en el padecimiento y una oportunidad de reencuentro familiar.

Fuente: mujeresbacanas.com

La hebra artística

La autora confiesa que tuvo un amor a primera vista con la fotografía. En varios momentos de estos diarios se ha referido a un vínculo imperecedero y sagrado con su oficio: «Hace ya cuarenta y cinco años que estoy casada con la fotografía sin lagunas. Tal vez algunas horas con la cámara vacía, pero nunca con el ojo ciego. Hace ya veinte años que no tengo laboratorio, pero no olvido su ceremonia. Desde prepararlo en el cuarto de baño o la cocina, hasta colgar con un perrito de madera las fotos chorreantes en el hilo tendido… y ese olor. Hay olores inolvidables, como la trementina y los químicos para revelar y fijar». Así, siempre latirá en ella la pulsión creativa, que luego se trasladará a otros lenguajes, como cuando declara sus «ganas irrefrenables de escribir y pintar», traducidas en sus innumerables oficios: acuarela, acrílico sobre piedras y, por supuesto, la escritura.

Al mismo tiempo, su memoria conserva la huella mnémica propia de la fotografía análoga y su desajuste, señalando la nostalgia y la resignación al nuevo paradigma tecnológico: «Me acuerdo de cómo se me aceleraba el corazón cuando metía la hoja al revelado. Todo lo que rodea a la fotografía es feliz, incluso cuando aparecen lágrimas después de un fracaso. Es mágico lo que sucede una vez que apretaste el obturador con certeza. Los tiempos digitales se saltan ese proceso. En fin, cambian los tiempos, cambia el año, cambió el siglo». En varios momentos, nos permite contemplar la conmoción con la que vivía la alquimia del proceso fotográfico.

Asimismo, Julia ha aceptado en ocasiones probar con la fotografía digital. A veces la ayudaron sus hijos Julia y Mateo y, en los últimos años, Mateo ha sido el productor y teórico de sus proyectos. En este volumen hay, además, referencias al quehacer artístico, sus exposiciones y sus diferentes etapas, la curatoría, los reveses materiales, las entrevistas en prensa y las inauguraciones con amigos y público en distintos escenarios, como la Factoría Santa Rosa, el Museo de Arte Contemporáneo y la Galería Ekho.

La hebra espiritual

«Lo que necesitas mucho y deseas poco», esa es la frase de Mushkil Gushá que hilvana los diversos pasajes de los diarios a modo de mantra. Se trata de un maestro sufí al que Julia encomendará sus necesidades y deseos de manera constante y entregada.

Julia ingresó al territorio de la meditación y la filosofía con la inquietud de calmar la mente y ensayar cierta desafección, luego de varias experiencias de sufrimiento amoroso. También leyó con dedicación a George Gurdjieff como una forma de tomar el control sobre sus preocupaciones y su centro. Ambos autores se irán infiltrando en su escritura y en especial cincelarán un nuevo modo de enfrentarse a la vida, con «desapego».

Además, su espiritualidad encontrará comunión con su jardín, donde el hacer y la contemplación de las plantas serán una fuente de satisfacción. Cuando fallece su hija Julia, estos ejercicios espirituales serán parte del proceso de duelo. «Estoy sola y me desconozco. El resultado del año y la meditación me han dejado desnuda de sentimientos. Año que vale por siete. La muerte de la Juli está al fondo del telescopio, nítida, incorporada a mí. En las tardes jardineamos juntas. La vida pasa rápido y el pasado se hace tan pasado. Necesidad de dejar huella para no ser olvidada pronto», escribe.

La artista entiende el estado creativo como otra forma de meditación, y así lo describe en nuestra conversación: «Cuando pintas estás en ese estado interior de la concentración, en la experiencia, el color, la forma. Con el color uno vibra y se siente la modificación de la superficie de algo, te entusiasmas y está esa emocionalidad del pintar». Al oírla pareciera que ese entrenamiento se traslada a la escritura, que en su caso también es cavilación y transformación.

Finalmente nos comparte sus otros talentos, como lo es la lectura de las cartas de tarot y el seguimiento de los ideogramas del I Ching, cuyos mensajes encriptados se intercalan en estas páginas con el deseo de adivinar el futuro. Se suman también sus experiencias psicodélicas y sus estudios aficionados a la grafología para interpretar su letra y la de los demás.

La hebra lectora

Vale la pena mencionar que los cuadernos de Julia incluyen los apuntes de sus lecturas. Con especial inclinación por las vanguardias y los autores anglosajones, una y otra vez se detiene en Henry James, Virginia Woolf, Óscar Wilde y James Joyce. De este último, se incluye la impresión que conserva del monólogo de Molly Bloom en Ulises. Se suman las lecturas de Proust, Javier Marías y Thomas Mann, permitiéndose ciertas asociaciones y juicios. También siente curiosidad por autores más malditos como Mishima o Jean Genet.

Luego, entre los latinoamericanos, declara su afición por Borges y Bolaño. Recordemos que se inicia como fotógrafa participando en la muestra «Borges en la plástica», en 1975, en el Museo de Arte Contemporáneo de la Universidad de Chile.

En otro momento de sus cuadernos alude al estado meditativo que le entregan los versos de Pessoa en distintos períodos de su vida y reflexiona sobre la escritura de otra diarista a modo de espejo. Anota: «Sigo leyendo el diario de la Alejandra Pizarnik. Seguramente va a influir en el ritmo de la escritura. Ella tiene un gran vocabulario del que yo carezco. Puede ser que mi vida diaria no cambia mucho».

A la fascinación por estos autores se incluyen las referencias a teóricos como Roland Barthes, Didi-Huberman, Michel de Certau, Phillipe Dubois, entre otros. Puede ser que esas lecturas la lleven a construir imágenes literarias singulares y potentes. De fondo siempre está el cine, la música clásica, la poesía.

Fuente: mujeresbacanas.com

Palabras como dátiles

Julia Toro nos acerca en estas páginas a su día a día, a sus lecturas, al génesis y desarrollo de sus proyectos, a las personas que conoce y con las que se vincula. El resultado es un collage, un relato en el que predominan las reflexiones sobre los procesos creativos y la incertidumbre de la condición humana. Es un diario vivo, donde se evidencia la vocación y la lucha constante para sortear los obstáculos.

Escritos con honestidad, agudeza y sentido de la inmediatez, hay entradas de enorme coraje personal donde la autora confiesa abiertamente las propias debilidades, reconociendo lo que la hiere y la humilla. Sus diarios desenmascaran la fragilidad de una artista atenta a la recepción de su obra, a las críticas y a la necesidad de subsistencia.

Sabemos que cuando se abren los archivos nunca más se cierran, los pasajes seleccionados y los omitidos trazan rutas infinitas, como una madeja que propone recorridos laberínticos. Así, conocemos a la artista desde un acercamiento poliédrico, donde encontramos a la madre, la creadora, la dueña de casa, la estudiante autodidacta, la pareja, la amante, la mujer y la ciudadana. Quizás estos diarios son los «negativos» de la propia fotógrafa que nos invita, en el laboratorio de la lectura, a componer los claroscuros de las múltiples hebras que se extienden en estas páginas.

Estoy segura de que los lectores se verán sorprendidos por el talento de esta extraordinaria fotógrafa que no se detiene y que, para nuestra sorpresa, deviene en escritora y concibe este acto como una ofrenda. Tal como ella dice en sus cuadernos, las palabras que compartimos son como los dátiles, como alimento.

 

Artículo original: https://lajugueramagazine.cl/la-audacia-de-julia-toro/