“De algún modo, en analogía con la ficción, el autor es el terapeuta que escucha al personaje en el diván y sobre el que se realiza una operación de lectura y decodificación a partir de detalles, de síntomas. Lectura de lo que se dice y no se dice, de lo que dice con el cuerpo (somatización), con el chiste o con el error repetitivo. Y, claro, también de lo que se expresa fuera del espacio de vigilia, como sucede en los sueños”.
por Andrea Jeftanovic I 28 Abril 2022
Sigmund Freud no solo revolucionó la psiquiatría, sino también la literatura. Sus hallazgos sobre el mecanismo del inconsciente, con sus deseos reprimidos, fantasías y traumas, el rol de los sueños y la técnica de la asociación libre, dieron un giro copernicano a las formas narrativas y a las formas de lectura. Por ello, cada tanto vuelvo a Relatos clínicos, volumen que reúne 19 casos de sus primeras pacientes, aquejadas por misteriosas enfermedades de origen desconocido: afasia, calambres, problemas del habla. En el despliegue de cada uno de sus casos, desde el diagnóstico, la terapia y la relativa cura, Freud entrega una deliciosa clase de cómo construir y deconstruir personajes literarios. Más que extensas descripciones físicas y psicológicas llenas de adjetivos, resulta más certero —y real— fijar un conjunto de síntomas, porque el psicoanálisis indica que el conocimiento de las personas va desde la superficie hacia la profundidad. Es decir, un síntoma funciona como la punta del iceberg de una biografía y un temperamento.
Los personajes en relieve, esos que se escapan al arquetipo, son una capa geológica de vivencias, traumas y deseos a los que accedemos por mínimas señales o fisuras. Incluso las personas actúan de formas que muchas veces ellas mismas desconocen. La tarea del psicoanalista, y del autor y del lector, consiste en desentrañar los móviles de esas conductas particulares.
El texto “Miss Lucy R.” trata de una paciente diagnosticada con una rinitis infecciosa crónica, lo que significaba que su nariz estaba severamente congestionada, por lo que no podía oler nada, excepto “pastelillos quemados”. Freud se percata de inmediato de que el síntoma no es del orden de la fisiología exclusivamente, y se interesa por sus alucinaciones olfativas. Desde ese momento se despliega una hermenéutica alrededor de su historia de vida, sus sentimientos, intenta hipnotizarla sin éxito, va y vuelve con preguntas, elabora hipótesis, luego las desecha, hasta que empieza a despejar sus afecciones y encuentra las palabras para ir definiendo su anómalo estado.
El acto de enunciar, relatar o reconstruir acontecimientos específicos o detalles, permite sumergirnos en ese magma subyacente de las personas —y de los personajes— que empuja, enigmáticamente, las elecciones vitales, la dinámica de las relaciones, el anudamiento del azar.
Lucy R. trabajaba cuidando a las dos hijas del director de una fábrica que había quedado viudo. El episodio de muerte de la madre fue penoso y se selló con la promesa de cuidar a las niñas. Sin embargo, esa experiencia no bastaba para explicar su agitación y angustia de separación asociadas al aroma de “panecillos quemados” y al que se sumaba el de “un cigarro que la atormentaba”. Fue en una de las sesiones, en estado de semiconciencia, que Freud concluye que el síntoma se asociaba a la represión y vergüenza de un sentimiento amoroso hacia su jefe, a lo que ella asintió y expresó con desazón: “Soy una muchacha pobre y él es un hombre rico de buena familia; se me reirían si vislumbraran algo de esto”. Así, el cuerpo de la mujer era el teatro en donde se escenificaban los conflictos entre su deseo y las normas impuestas por la cultura.
De algún modo, en analogía con la ficción, el autor es el terapeuta que escucha al personaje en el diván y sobre el que se realiza una operación de lectura y decodificación a partir de detalles, de síntomas. Lectura de lo que se dice y no se dice, de lo que dice con el cuerpo (somatización), con el chiste o con el error repetitivo. Y, claro, también de lo que se expresa fuera del espacio de vigilia, como sucede en los sueños.
Concibo Relatos clínicos como un manual literario que, junto a la teoría psicoanalítica, ayuda a comprender que los hechos están irremediablemente perdidos y que solo se los puede recuperar a través del lenguaje; en el caso de la literatura, desde el habla del narrador o del personaje. El acto de enunciar, relatar o reconstruir acontecimientos específicos o detalles, permite sumergirnos en ese magma subyacente de las personas —y de los personajes— que empuja, enigmáticamente, las elecciones vitales, la dinámica de las relaciones, el anudamiento del azar.
La construcción de realidad pasa por el filtro de nuestros fantasmas y debemos descifrar esa imagen o esa frase que actúa como consigna, ese “olor a panecillos quemados”; el rasgo particular que es la puerta de entrada para comprender, en parte, la naturaleza de los conflictos subjetivos. El itinerario desde el síntoma al saber. Por eso Freud no es solo el padre del psicoanálisis, sino también el literato que enseña a interpretar las textualidades de la psiquis y de nuestros tiempos.
Fuente: Revistasantiago.cl