Los errantes es una obra deliberadamente híbrida, que combina varios géneros: la autobiografía, el libro de viajes, el cuento y el ensayo filosófico. Hasta incluye mapas y dibujos. Al mismo tiempo, Tokarczuk renuncia a otra convención propia de la prosa: la trama única. Porque el libro abre múltiples constelaciones paralelas, que coexisten como planetas de una misma galaxia.
por Andrea Jeftanovic I 13 Julio 2020
La polaca Olga Tokarczuk, última merecedora del Premio Nobel de Literatura, es una autora luminosa. Algo poco habitual para los escritores de esa zona del mundo, con toda la herencia de las guerras mundiales, exterminios y totalitarismos.
Su libro Los errantes posee un carácter huidizo, que su narradora declara desde el comienzo: “Lo he intentado muchas veces, pero mis raíces nunca fueron lo suficientemente profundas. (…) No he sabido germinar, no me nutro de la savia de la tierra”. Desarraigada e intempestiva, esa voz narrativa no reconoce otra patria que “el vaivén de los autobuses, el traqueteo de los trenes, el rugido de los motores de avión y el balanceo de los ferrys”. Pero lo suyo no es solo una literatura de desplazamiento, del viaje, sino también una huida de las convenciones literarias.
Recordemos que esta novela hizo que Tokarczuk empezara a ser más leída fuera de las fronteras de su país. Con ella obtuvo el Man Booker Prize 2018 y se instaló como una seria candidata al Nobel, reconocimiento que podría considerarse precoz para una autora de 57 años. Pero Tokarczuk ya cuenta con 12 libros, entre relatos, novelas y ensayos, y ha creado una poética original. En efecto, el jurado del Nobel destacaba que en sus textos se aprecia “una imaginación narrativa que con pasión enciclopédica representa el cruce de fronteras como una forma de vida”.
Los errantes es una obra deliberadamente híbrida, que combina varios géneros: la autobiografía, el libro de viajes, el cuento y el ensayo filosófico. Incluye, además, mapas y dibujos. La propia autora se encargó, en el discurso de aceptación del Nobel, de confirmar el valor de la hibridez, al decir que “la división en géneros es el resultado de la comercialización de la literatura en su conjunto y el efecto de tratarla como un producto a la venta con toda la filosofía de la marca y la focalización y otros inventos similares del capitalismo contemporáneo”.
En estas páginas la autora polaca despliega una fascinante epistemología en marcha, que propone ensanchar el mundo, explorar nuevas formas de contar historias, reivindicando el valor de la parábola, el mito y la imaginación por sobre el realismo o cualquier pretensión de llegar a una ‘verdad’.
Irreverente con la tradición y el mercado, Los errantes surfea por las olas de una primera persona que elude el yo autorreferencial. Casi, por el contrario, es un yo que se va armando mientras avanza, un yo expandido, que busca fugarse de sí mismo a modo de exploración, y se dirige hacia otros elementos, otras formas y paisajes, que le permiten mutar y transformarse con lo que encuentra a su paso; tal como sucede en los viajes. Al mismo tiempo, en Los errantes se renuncia a otra convención propia de la prosa: la trama única. Porque abre múltiples constelaciones paralelas, que coexisten como planetas de una misma galaxia. Es una narración poliédrica en la que conviven distintas ficciones con múltiples perspectivas que se ensamblan a través de cruces narrativos, trazos ensayísticos, cambios de época y una mirada sumamente atenta a los hallazgos científicos.
En el índice se despliegan los casi 90 títulos de los fragmentos que asemejan a las entradas de una enciclopedia azarosa, entre los que deslumbran el autorretrato, un boceto inacabado, en el que nombra el tamaño del estómago, su cantidad de leucocitos y la profesión de los padres, el primer extravío en el campo cuando era niña. Luego, el relato de Kunicki, que tendrá que enfrentarse a la desaparición de su esposa y su hijo en la costa croata, y a su reaparición perturbadora. O el de Ánnushka, una mujer que huye de Moscú con su hijo enfermo y su esposo traumatizado por la guerra y entiende en una iglesia que la manera de salvar a su familia es aprendiendo a moverse, a avanzar. Y, también, el relato real de cómo el corazón de Chopin llegó a Polonia escondido en las enaguas de su hermana. O bien las fascinantes entradas –hay más de una– alrededor del anatomista Philip Verheyen, quien escribía cartas a su pierna amputada y disecada.
Entre este conjunto de cuentos inconclusos, a ratos oníricos, se perciben las influencias de Jung y de Sebald, o el caos apátrida lingüístico de Cioran. Me atrevería a agregar el goce ilustrado de Spinoza y el encanto del relato oral arquetípico a lo Scherezade. También hay un saber carto-geográfico, que encontramos en las reflexiones sobre peregrinos y mapas: “Borro de mis mapas lo que me hiere”, se lee en una parte. Y luego añade: “Los lugares donde tropecé, donde fui golpeada, humillada, ofendida, ya no aparecen, han dejado de existir”.
En estas páginas la autora polaca despliega una fascinante epistemología en marcha, que propone ensanchar el mundo, explorar nuevas formas de contar historias, reivindicando el valor de la parábola, el mito y la imaginación por sobre el realismo o cualquier pretensión de llegar a una “verdad”. Una poética sobre el cuerpo en movimiento. Los errantes se proyecta como un luminoso ejercicio de empatía por distintas coordenadas espacio-temporales que ensaya un modo de abarcar, aunque sea un intento, un mundo heterogéneo, disímil, complejo y deslumbrante.