Este año se celebra el centenario de la autora brasilera Clarice Lispector, 100 años desde que esta enorme escritora nació lejos de Latinoamérica, en Tchetchelnick, Ucrania, en 1920, hija de judíos rusos que decidieron emigrar a América escapando de persecuciones religiosas (pogroms). Arribó a los dos meses de vida a Alagoas y luego la familia se mudó a Recife. La autora sufrió siempre cierto karma de extranjera. El hecho de haber nacido fuera, sus erres marcadas debido a un problema fonológico y la naturaleza de sus creaciones la señalaron como una foránea en el panorama literario brasileño. Fue criticada por alejarse del regionalismo, y luego del realismo social y de la contingencia política en momentos de la dictadura militar. Ella diría en una entrevista para la revista Manchete: «¿De qué forma un pintor, un escritor, un artista no es un espejo de su tiempo? Yo hablo de la angustia, de los sentimientos humanos. ¿Hay algo más participativo que eso?».

Para su natalicio se celebra «la hora C», más aún en este centenario, que ha ido ha tomado fuerza y se repite en distintos puntos del mundo para abordar su obra y persona, y que este año pandémico se celebra de modo virtual. En épocas normales, es posible sumarse al recorrido por las calles de Río Janeiro que organiza la investigadora y docente Teresa Montero siguiendo la ruta de sus historias, hitos personales y más. Una verdadera procesión artística que siguen miles de personas.

Su literatura se fue abriendo camino al ritmo de una latencia vital. Confieso que tuve un amor a primera vista con su volumen Agua viva. Leí ese texto como si me cayese una tempestad arriba de la cabeza. Me decía: escribe eso que es tan difícil de verbalizar: el miedo al otro, el miedo a la soledad, las epifanías en nuestra rutina cotidiana, el espanto de la vida, la curiosidad y el miedo a la muerte, el hechizo contemplativo del lenguaje, el vértigo del presente. ¿De qué trata esa ambigua novela-ensayo-registro? De instantes y así lo decía su protagonista:

«Pero aquello que capto en mí tiene, ahora que está siendo transpuesto a la escritura, la desesperación de que las palabras ocupen más instantes que la mirada. Más que un instante quiero su fluencia».

Ella misma había sido arrojada a esa angustia desde muy temprano, la de ser ella y su nacimiento una apuesta fallida. Clarice contaba que su madre, estando enferma, se dejó llevar por una superstición que decía que un hijo recién nacido curaba a una mujer de una dolencia. Pero la hija fracasó en la misión asignada porque su madre, a los pocos años, falleció. Luego vino el duelo y la pobreza, el padre viudo en búsqueda de mejores horizontes, la mudanza con las tres hijas desde Recife a Río de Janeiro. Allí la joven se tituló en Derecho pese a que nunca ejerció como abogada, se casó con un diplomático, tuvo dos hijos, y vivió casi dos décadas fuera de Brasil con un desgarro de saudades y contradicciones.

Irrumpió a la escena literaria con su primera novela, Cerca del corazón salvaje, en 1943, y siguió sorprendiendo con otras novelas, libros de cuentos, crónicas, libros para niños y columnas de opinión, pero siempre eludiendo el lugar de la intelectual, o los círculos sociales o la institucionalización.

«Nací para amar a los demás, nací para escribir y para criar a mis hijos. Amar a los demás es tan vasto que incluye incluso perdón para mí misma, con lo que sobra. Amar a los demás es la única salvación individual que conozco: nadie estará perdido si da amor y a veces recibe amor a cambio».

Lispector con sus hijos, en una playa de Río de Janeiro.

 

Lispector a través de su escritura nos conduce por la angustia que sufre toda criatura, no solo los intelectuales, sino esa sensación universal. Exploró la angustia en animales, en dueñas de casa y niñas. Niñas iluminadas. Creó una constelación de protagonistas femeninas que las lanzaba a recorrer la ciudad siguiendo líneas de fuga. No son fugas por violencia intrafamiliar, sino por una inquietud más imprecisa que las hace recorrer las calles hasta que dan con un incidente anodino que les revela algo que marcará un antes y un después en sus vidas.

Dueñas de casa tímidas que llaman al gasfíter, salen de compras, se mueven por la cocina, toman el transporte público, cuidan a sus hijos, pero cuya subjetividad merodea entre la alucinación y la obsesiva meditación existencial. Estas cotidianas mujeres hablan en tono mayor, son hermeneutas de la existencia humana, despliegan su conquista subjetiva frente a los ojos del lector. La misma Lispector se fotografiaba con una máquina de escribir en la falda en la sala de estar. Odiaba que la tildaran de intelectual. Decía que era una dueña de casa que escribía mientras se hacía cargo del hogar. Rechazó ser parte de la honorable Academia de Letras Brasileña por encontrarla demasiado formal para ella.

Pienso en eso cuando releo el cuento Perdonando a Dios, en el que narra a una mujer que circula por las baldosas sinuosas blanquinegras de Copacabana experimentando una sensación de plenitud, pero cuyo éxtasis se arruina abruptamente cuando pisa una enorme rata blanca en plena avenida Atlántica. Del embelesamiento pasa a una gran compunción, a la rabia por la supuesta venganza de Dios sobre ella. ¿Acaso no transitamos del pseudo control de la vida al encuentro con la rata de cola larga y patas aplastadas?

“Quizá antes que nada yo tenga que aceptar esta naturaleza mía de querer la muerte de una rata. Tal vez me crea demasiado delicada sólo porque no cometí mis crímenes. Sólo porque contuve mis crímenes creo que mi amor es inocente. Yo, que jamás me acostumbraré a mí misma, pretendía que el mundo no me escandalizase. Porque yo, que de mí sólo logré no someterme a mí misma, pues soy mucho más inexorable que yo, pretendía recompensarme de mí misma con una tierra menos violenta que yo”.

O bien recuerdo a la protagonista del relato La bestia y la fiera o una herida demasiado abierta. Una mujer de alta sociedad sale de la peluquería arregladísima y se encuentra con un vagabundo que tiene una herida muy grande en el pie. La mujer espera un taxi y el vagabundo sin pierna y heridas le habla, ella mira de reojo la llaga purulenta. El automóvil tarda en llegar, lo que posibilita una conversación entre ambos en mitad de la calle y desde el rechazo experimenta una total compasión y empatía hacia este hombre. Ese doloroso mirar al fondo atormentado de los ojos de otro. Ella, que acepta los engaños y la indiferencia del marido a cambio de cierto bienestar económico, entonces, ella es tan mendiga como él. Cruel epifanía para esta mendiga de zapatos altos y joyas.

1961. Foto de Claudia Andujar

“Espantada por los grandes gritos del hombre, empezó a sudar frío. Tomaba plena conciencia de que hasta ahora había fingido que no existían quienes pasan hambre y no hablan ninguna lengua y que había multitudes anónimas mendigando para sobrevivir. Ella lo sabía, sí. Pero había desviado la cabeza y se había tapado los ojos. Todos, pero todos: saben y fingen que no saben. Por un motivo que ella no sabría explicar: él era verdaderamente ella misma”.

O bien, el hilo luminoso de la angustia es el que recorre la protagonista, Ana, del cuento Amor, que mientras regresaba de las compras se sentó en el tranvía frente a un ciego que mascaba chicle y esto le causó un quiebre en su apacible vida. Un hombre con retinas albas y mandíbulas batientes Desde ese momento, el abismo, los cuestionamientos la sensación de amor por el ciego y por la vida la colman al punto de dejar caer los huevos de su bolsa y quedar paralizada en medio de un grupo de pasajeros que la observan extrañados. La protagonista pierde la parada y desciende en la entrada del Jardín Botánico, un hermoso parque en la ciudad.  Al final de la jornada regresa a casa extasiada al preparar la cena.

«La moral del Jardín era otra. Ahora que el ciego la había guiado hasta él, se estremecía en los primeros pasos de un mundo brillante, sombrío, donde las victorias–regias flotaban, monstruosas… Pero todas las pesadas cosas eran vistas por ella con la cabeza rodeada de un enjambre de insectos, enviados por la vida más delicada del mundo […]. El Jardín era tan bonito que ella tuvo miedo del infierno».

Clarice Lispector también tuvo horas C. Por ejemplo, cuando una madrugada de 1967 la fumadora impenitente, toma una pastilla para su crónico insomnio y aspira un cigarrillo en la cama. Se queda dormida y el fuego se propaga por la cama, las cortinas, el mobiliario, el papel mural, parte de su cara y su mano derecha. Pasará varios días entre la vida y la muerte, delirando por el dolor físico que le provocaban las quemaduras y los puntos. Algunos años antes ella había entrevistado, en su labor de periodista, al cirujano plástico Ivo Pintanguy, quien le reconstruye parte de su mano y su rostro. Quedará para siempre con una anómala expresión facial. También sabemos, por su correspondencia publicada, de la zozobra que le provocaba el hijo con esquizofrenia que fue empeorando con los años, siendo internado una y otra vez. Es el año 1969 y su letra ha cambiado, su estilo de redacción también. Dice que está mentalmente fatigada. Que escribe a mano porque los médicos le piden que ejercite después del accidente. Las cartas de sus amigos apuntan a contenerla durante sus crisis nerviosas y depresiones. Es evidente que navega en un océano de angustia.

«Tengo que buscar la base del egoísmo: todo lo que no soy no me puede interesar, es imposible ser algo que no se es —sin embargo, yo me excedo a mí misma incluso sin el delirio, soy más de lo que suelo ser—; tengo un cuerpo y todo lo que haga es continuación de mi principio».

Y, claro, también escribió sobre la angustia de la creación, de lo inasible de las ideas, del fracaso del lenguaje para dar cuenta sobre la experiencia humana. Deja traslucir que todo texto es un acto creativo y un acto fallido.  Escribe, y mucho como lo sustenta su amplia bibliografía, batallando contra sus propias aprensiones:

«Tengo miedo de escribir, es tan peligroso. Quien lo ha intentado, lo sabe. Peligro de revolver en lo oculto; y el mundo no va a la deriva, está oculto en sus raíces sumergidas en las profundidades del mar. Para escribir tengo que colocarme en el vacío».

La angustia diagnosticada

En mi interés por la obra de la escritura he seguido sus publicaciones y archivos. Es así como llegué a la Fundación Rui Barbosa. Un acervo con parte de su documentación que se visita previa cita y con estrictos métodos de resguardo. Lo he visitado en varias ocasiones y cada cierto tiempo se liberan nuevos materiales. Me siento una arqueóloga de su pasado, de sus secretos.  De la última visita recuerdo que lo nuevos documentos van apareciendo uno a uno: el acta de divorcio por mutuo acuerdo, algunos dibujos, cartas con sus amistades. Y cuando el misterio de su vida y obra se consignan en un constante hallazgo y desencuentro, tropiezo con el informe del test de Rorschach realizado por la psicoanalista Clarisa Valente, ocho páginas mecanografiadas en francés para las diez láminas del test de personalidad. Diez láminas que grafican los rasgos de personalidad con formas coloreadas y en blanco y negro. Formas que sugieren madrigueras, parejas, animales, órganos, monstruos, cabezas que deben ser descritas por el paciente en evaluación. ¿Por qué un documento tan personal figura entre materiales de consulta pública? ¿Por qué está escrito en francés? ¿Lo que dice el test no es lo que ha venido diciendo la crítica literaria? Imagino sus ojos exóticos y verdes describiendo las formas de las manchas del test. Nunca he compartido lo que leí, los chispazos de las horas C que eran parte de su existencia. Por pudor, a la salida le comenté al bibliotecólogo la extrañeza que se compartiera ese material. Entiendo se removió desde entonces.

¿Qué buscaba Lispector? Quizás el modo cómo ella ensayó respuesta frente esta interrogante nos haga más ecos eso que este año extremo, inédito y límite que ha desnudado la angustia planetaria e individual:

«Pegar a coisa» (tomar la cosa). Un deseo vehemente de alcanzar el núcleo de las cosas, captar el it. Una constante reflexión sobre el lenguaje y sus fronteras: «La palabra tiene su terrible límite. Más allá de ese límite está el caos orgánico. Después del final de la palabra empieza el gran alarido eterno».

*Parte de este texto se encuentra en el relato Los ríos de Clarice Lispector, en Destinos errantes, Tajamar editores, 2018.

Foto portada : Clarice Lispector fotografiada por Maureen Bisilliat en agosto de 1969

Link artículo original: https://lajugueramagazine.cl/100-anos-de-clarice-lispector-la-escritora-de-la-angustia-de-la-hora-c/